Video Relato

anuncio

Ella es Virginia

.

Gomez

Era mi última visita del día y, presumiblemente, el mejor cliente que podía conseguir en aquel país tan alejado del mío. Llevaba ya cinco días fuera de casa y mi cuenta de resultados era más bien nula; no sabía qué iba a poder decirle al director comercial a mi regreso, así que no podía fallar en esta visita. Pondría todo de mi parte para conseguir el objetivo, que no era otro que hacer un cliente fiel y duradero para la empresa que me pagaba.

Con ese ánimo crucé la puerta y me dirigí al salón VIP; allí me darían las instrucciones y el nombre de mi interlocutor. El salón era un espacio bien iluminado y con decoración minimalista, algo sorprendente en aquellas latitudes donde la explosión de color y las evocaciones marinas eran la tónica común. Allí me sentía como en casa; incluso reconocía la música pues era el último CD que había comprado antes de salir de viaje. Todo ello me hacía sentir buenas vibraciones; todo ello y la sonrisa sincera de Virginia al verme entrar.

-Acomódese en el sofá, -dijo sonriendo- muy pronto le harán pasar. ¿Desea tomar algo?

Su voz dulce eclipsó el estribillo que me era tan conocido y atrapó toda mi atención. En los segundos que precedieron a sus palabras radiografié su cuerpo. Mis ojos advirtieron el negro azabache de sus cabellos rizados; el blanco impoluto de sus perfectísimos dientes enmarcados en unos labios gruesos que me atraían enormemente. Su cuello perfecto, altivo, era el pilar que sustentaba el óvalo de una cara por la que cualquier fotógrafo mataría por capturar. Y sus ojos… Apenas pude mirarlos incapaz de sostener su mirada penetrante pero eran como imanes que magnetizaban mi piel electrizándola.

-¿Puede ser un café? pregunté torpemente.

-Por supuesto, enseguida se lo preparo y verá como no podrá olvidarlo

Estaba convencidísimo que no olvidaría porque me parecía que era la mujer perfecta quien lo estaba preparando.

Y la vi acercarse con la tacita hacia mí. Sus piernas largas y bien definidas, de proporciones perfectas y esos pechos rotundos que hacían que su camisa se estremeciera incapaz de contenerlos. No caminaba, no; Virginia hacía del andar una danza sensual y atrayente.

Se inclinó para dejar sobre la mesa lo ofrecido y advertí la filigrana virginalmente blanca del sujetador en su piel dorada. Esa imagen fue un fogonazo que se grabó en mi cerebro y que me iba a acompañar el resto de mis días en aquel país.

Al retirarse sus nalgas se bamboleaban aprisionando un sexo que yo imaginaba jugoso y que deseaba poseer. El pantalón verde ajustado dibujaba el tanga que deseaba ver cayendo a los pies de mi cama…

No era un sueño, no; Virginia cruzaba su mirada con la mía desde su mesa; me sentía observado y quería que me desease. Por eso mostraba mis labios carnosos al acercarlo a la taza tratando de que los imaginase correteando por sus pezones erguidos; y me relamía la comisura de mis labios para ofrecerle una lengua juguetona y vigorosa.

Sus ojos brillaban cuando me dijo que me esperaban en el octavo piso, despacho del Ingeniero Gómez de Santana.

Me acompañó hacia el ascensor y, deseándome suerte, las puertas de éste impidieron el deleite de tan magna visión.

Me recosté en la pared mientras subía y apreté mi sexo que hacía rato se había despertado aunque sin alcanzar su máximo vigor. Traté de dejar de pensar en ella pues no sería bien visto por el Ingeniero que me presentase ante él con toda la artillería preparada. "El negocio es lo que te ha traído aquí", pensé.

La reunión fue larga y complicada pero conseguí que el Sr. Gómez de Santana aceptase hacer una prueba con mis productos. Estaba seguro que el éxito de mi misión estaba cerca y saludándole con firmeza, salí de su despacho.

Me sentía satisfecho de mi trabajo así que volvería al hotel, me daría una ducha y cenaría en el mejor restaurante de la ciudad. Me merecía un homenaje y esa noche era la indicada.

El vigilante del edificio me acompañó hasta la puerta, ya que hacía poco que había terminado la jornada laboral de todos los empleados. Y tomé un taxi.

Al detenernos en el primer semáforo la vi cruzar.

-¡Virginia!, le llamé sorprendido de mi osadía. Y ella, sonriente, se acercó al taxi:

-¿Fue todo bien con el Presidente de la compañía, señor?

-Sube, te acompañaré a casa.

Y entró en el automóvil llenando con su perfume de canela el habitáculo.

Trató de explicarme que no solía ser tan atrevida y que aún no entendía como había podido aceptar mi propuesta de ser acompañada a casa. Seguramente se ruborizó pero la oscuridad del vehículo no me permitió advertirlo. Yo, por mi parte, le indiqué que tampoco era algo muy común en mí el haberlo hecho pero que me sentía muy contento por cómo se había desarrollado mi entrevista y que debía agradecérselo, porque ella me había dado suerte. Sonrió agradecida y mis impulsos de besarla no fueron aceptados por mis músculos. Me quedé torpemente paralizado.

-Por cierto, señor…

-No me hables de usted, no soy tan viejo –le interrumpí- Me llamo Carlos.

-Bien Carlos, ¿cómo sabes que me llamo Virginia?

-Me lo dijo la identificación que estaba sobre la mesa.

-Vaya, veo que se fija en todos los detalles…

Y volví a recordar la filigrana de su sujetador que ahora estaba a pocos centímetros de mi brazo.

No sabía cómo decirle que deseaba cenar con ella; bueno, lo que en realidad deseaba era desnudarla y poseerla. Me parecía que el maldito taxista iba a llegar demasiado pronto y me quedaba poco tiempo para hacerle mi propuesta. Y las palabras adecuadas no llegaban…

-Deténgase en esa esquina, espetó al conductor. Y susurrándome al oído dijo:

-Es que soy casada y mi marido es muy celoso.

No era de extrañar.

-Iba a invitarte a cenar pero comprendo que no puedas, le solté a bocajarro.

-Lo siento Carlos, como podrás imaginar no va a ser posible. Pero podemos desayunar juntos en la Cafetería Brasilia que está muy cerca de la oficina.

Y cerrando la puerta me dijo:

-Nos vemos allí a las 8. Pero no esperes un café tan bueno como el que te hice yo.

Y con un guiño se alejó meciendo sus caderas.

-Este país está lleno de maricones, dijo el taxista. Los únicos que no lo son somos Usted y yo.

Y riéndome le respondí que no entendía como podía existir tanto homosexual teniendo a Virginia perfumando las calles.

El resto de la noche la pasé intranquilo. Fui a cenar pero no podía saborear los platos. Era inevitable pensar en ella y buscaba el sabor de su coño lamiendo la colita de la gamba. El vino blanco no se parecía al sabor de sus fluidos, no. Nada podía compararse a ella.

Decidí volver al hotel confiando en que al dormir las horas pasarían más rápido y podría encontrarme con ella otra vez. Me desnudé frente al espejo imaginándola entre mis brazos, por lo que no me sorprendió el vigor de mi polla cuando me liberé del interior. Deseaba masturbarme con furia y derramar un potente chorro de semen sobre su cara. Me sentía intranquilo, deseoso, anhelante. Me sentía jodidamente cachondo y quería descargarme en su cuerpo. Pero ella no estaba.

El despertador sonó y me duché con urgencia para no llegar tarde. En mi vientre brillaba aún el semen que el sueño me había hecho vomitar. No lo recordaba pero había tenido un orgasmo mientras dormía y me molestaba mucho no recordar esos momentos placenteros.

Cuando llegué ella ocupaba ya una de las mesas del fondo. Levantó la mano para que me percatase de su presencia pero no hacía falta; ella refulgía entre toda esa gente.

-Uy, tienes mala cara. ¿No dormiste bien? Verás cómo te sientes mejor con el desayuno que voy a pedir para ti.

Se levantó hacía la barra y su faldita ondeaba a cada pisada suya.

-Joder, cómo te deseo, zorra. Qué caliente me pones…, me dije.

El camarero llegó con un zumo de frutas tropicales, empanada con atún y huevo, y mermelada de fresa con su mantequilla que devoré con ganas; con menos ganas que las que tenía de devorarla a ella. Mientras comía imaginaba sus piernas abiertas bajo la mesa, sus muslos enmarcando la puerta del placer… Por eso, cuando su móvil sonó, dejé caer la cuchara y metí mi cabeza buscando ver, oler su coño cubierto de velos y gasas. La visión era magnífica; ella seguía enfrascada en la conversación y pude ver como el tanguita partía en dos su coño jugoso. Estaba petrificado. Ella abría y cerraba sus piernas, moviéndolas acompasadamente y mi excitación era máxima. Ni quería, ni podía sacar mi cabeza de debajo de la mesa. Pero su voz me devolvió del paraíso:

-Carlos, ¿buscas algo?

-Se me cayó la cuchara y no la encontraba, dije con mi cara enrojecida por la postura y por el calentón.

Ella sonrió y se levantó hacia los servicios. Yo la seguí.

Cuando abrí la puerta allí estaba ella esperándome, mirando mi abultado pantalón que no podía disimular. Nada tuve que decir; me agarró la mano y me metió en uno de los servicios y con su índice en los labios me hizo ver que no dijera nada. Sentada se deshizo de mi cinturón y desabrochó el botón de mi pantalón. Mi polla sobresalía de la cinturilla del interior y le escuché decir: ¿no es esto lo que querías? Su boca la engulló tensando todo mi cuerpo. Podía sentir mi sangre fluir por las venas hinchadas de mi miembro. Su lengua correteaba libre por el falo llenándola de saliva brillante y viscosa. Seguía apoyado contra la puerta ofreciéndole toda la potencia de mi miembro erguido que ella devoraba con pasión. Mi boca se llenó de saliva que quería mezclar con su flujo. Se puso de pie y se liberó de la falda. Me abalancé contra ella y salvajemente aparecieron sus erectos pezones morenos. Diossss… empecé a magrear sus tetas, a lamer sus pezones deliciosos con furia. Mi mano se coló en su tanga y sentí el calor de su coño hirviendo. Quería follarla, ¡quería follarla ya!

-¡Fóllame! dijo leyendo mis pensamientos.

De mi boca se derramó la saliva que, como un arroyo, se coló en el valle de sus nalgas inundando su ano. Lo excité con mis dedos empapados…

-No, por favor, no me rompas el culo, creí escuchar.

-Cállate puta, ahora vas a hacer lo que yo diga.

Mi glande enrojecido se acercó a su culo ante la fingida desesperación de ella. Con fuerza separé sus rotundas nalgas y la penetré. Arqueó la espalda como una perra en celo y exhaló un gemido. Apretó sus nalgas para que no saliera y las embestidas se fueron haciendo más violentas. Podía sentir el sudor circulando por mi espalda; estaba encendido, embrutecido. Ella, con las manos apoyadas en la pared, trataba de ahogar los jadeos. Mordía los labios y me pedía más

-Más duro, cabrón. ¡Más duro!

Ya estaba desbocado. Mi ariete trepanaba tan dulce carne, entrando y saliendo con vigor de la negra cavidad. Podía sentir sus dedos ya que, al estimularse el clítoris, rozaba toda mi plenitud. Ahora era yo quien, acomodado en su espalda, lo acariciaba. Mis dedos pronto se bañaron en él. Y los lamí. Sentí el sabor dulzón del espeso flujo y lo compartí con ella. Mis dedos volaron a su boca y ella los lamió pero, al instante, contrajo sus músculos y mordiéndolos chorreó por sus muslos el orgasmo deseado. Yo me retiré excitadísimo contemplando sus espasmos que, a cada movimiento, vomitaba un chorrito incoloro y caliente. Sus piernas brillaban por el líquido derramado; su culo, rotundo, aún mostraba los signos de mi fuerza con el ano aún dilatado. La imagen era muy pornográfica, imposible contenerse más.

Se sentó en la taza y cuando entreabrió su boca derramé mi leche. Chorros que brotaban a presión y que se estrellaban en sus labios lujuriosos, en su cara dorada, dibujando una abstracta pintura lasciva…

No sé aún cómo apareció la cucharita del café en mi mano pero recogí las últimas gotas que aún manaban de mi ser, y se las di a beber.

Su lengua, relamiéndose, siempre me acompañará…

0 comentarios:

Todo asombroso